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El día que el reportero se tropezó con la Historia

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Abandonó la redacción del tabloide como se abandona a una amante que ya no arde, sin drama, sin cartas, sin promesas.
Era miércoles 15 de diciembre de 1993, día de cobro. Al día siguiente ya iba en un autobús rumbo a San Cristóbal, Chiapas, a ras de carretera, con mochila al hombro y botas con casco, como si supiera —o sospechara— que allá abajo, arribita del Soconusco, al sureste, se estaba gestando algo que haría temblar los mapas y las conciencias.
Pidió permiso. Primero en la jefatura de información: “No se puede”. Después en la administración: “Ni lo pienses”. Al final, en la dirección: “Si te vas, no vuelves”, dijo el viejo, entre dientes y con la mirada seca. Punto final. Pero él ya se había ido de Oaxaca. Aunque todavía estaba ahí, por la colonia Reforma.
Era diciembre, el país parecía dormido. Carlos Salinas se empacaba el sexenio en papel dorado, el Tratado de Libre Comercio se cocinaba en las cúpulas, y el “primer mundo” parecía a la vuelta de la esquina. Nadie —salvo los locos— pensaba en un levantamiento indígena. Menos aún, armado.
Pero el editor, antes de ser reportero, sí. Y a veces la lucidez es sólo una forma elegante de la locura.
En Chiapas, arriba de Comitán, los caminos eran barro, silencio y susurros. Aún no estallaba la rebelión, pero el aire olía a pólvora que no se ha encendido. La radio repetía una y otra vez Amarga Navidad de José Alfredo Jiménez. Caminó entre cafetales, escuchó testimonios de mujeres con ojos rotos, de hombres con la voz endurecida por generaciones de olvido. Conoció las cicatrices de la selva. Las verdaderas, las que no se ven. Las que gritan.
El 1 de enero de 1994, mientras el resto del país se empinaba la última copa del año nuevo, él estaba allí. En San Cristóbal de las Casas. Con el cuaderno mojado, los dedos sucios de tierra y el alma palpitando. No hay reportero sin suerte. Vio a los encapuchados tomar la ciudad. Escuchó, entre el crujido de las botas, la primera proclama: “¡Ya basta!” Una frase simple, brutal, inolvidable.
Se convirtió en testigo. Sin acreditación. Sin contrato. Sin red. Vio cómo los zapatistas repartían tierras tomadas, cómo los viejos terratenientes huían por los cafetales, cómo los “monos blancos” —observadores internacionales— se perdían entre cordilleras. Saludó a sus entrañables amigos extranjeros, que estaban donde nadie los esperaba, en la punta de la montaña, en silencio, vigilantes. Siempre vigilantes.
Entendió el acróstico que era contraseña y mapa:
Margaritas. Altamirano. Realidad. Comitán. Ocosingo. San Cristóbal.
La guerra también tiene su poesía.
Después de Navidad, unos policías le preguntaron qué hacía solo en un mesón. “Desayunar”, respondió, con los bigotes llenos de huevos escarchados y la boca manchada de “posh” –aguardiente maya con maíz, caña y trigo.
Lo sorprendió la rebelión en ese lugar, donde por poco estudia leyes. Otra vida. Otro destino.
Volvió a la capital oaxaqueña en enero de 1994, después de la quincena. Con la mochila más ligera y el corazón más lleno. Se presentó a cobrar el aguinaldo. Lo primero que escuchó fue una orden disfrazada de consejo: “Habla con el director.” Entró. El viejo lo miró de frente y le dijo algo insólito, su sueldo se duplicaba. Sin más. Como si la rebeldía, a veces, también tuviera recompensa. Nadie supo hacer su trabajo.
Desde entonces, sonríe al recordar a los reporteros de ciudad que llegaron tarde y bien peinados, hospedados en hoteles caros, recogiendo historias de segunda mano, pagadas al contado por algún campesino que ya lo había visto todo. Las fotos, los rollos, los testimonios se vendían por la tarde, se publicaban al amanecer en la prensa nacional. Qué poca madre. Bendita prensa local.
Por esos días, el reportero se enteró de lo que nadie quiso contar, un pozo petrolero fue sellado en las montañas del acróstico. Como otro más frente a Salina Cruz que ya contó don Alfredo, también enterrado en aguas nacionales por razones de Estado. Como si el subsuelo tuviera memoria. Y castigo.
Regresó a su periódico, uno local, pobre, digno. Fue editor de la sección nacional e internacional, esa dulce amargura. El diario cerró después, como cierran los bares que ya no tienen damiselas, ni parroquianos.
Pero allí, en esa esquina olvidada, nació algo. Una voz. Un estilo. Un impulso.
El reportero siempre supo que Don Amado Avendaño, aquel periodista de fuego, había fundado en 1968 el periódico Tiempo, en San Cristóbal. Y que ese mismo medio sería, con los años, el portavoz de los comunicados del EZLN.
La historia, cuando quiere, escribe círculos perfectos.
32 años han pasado. El país ha cambiado de rostro, pero no de alma. El reportero, todavía con una larga melena, a veces se ríe solo. No por nostalgia, sino por certeza. Porque todo aquello —las botas, el barro, los encapuchados, los helicópteros, el mesón, los huevos escarchados y el “posh”— fue real. Intensamente real.
Y como escribió López Velarde, con furia y tristeza:
“El Niño Dios te escrituró un establo
y los veneros de petróleo el diablo.”
Aquel diciembre de 1993, el reportero escogió el establo.
Era Navidad.
Y ahí encontró la verdad.
La verdad que lo hizo libre.
Y lo bailado… nadie, nunca, se lo quitó.
++++
Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx

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