A mí no me ofendas, diputado… ¡Mejor miéntame la madre!
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Misael Sánchez
Había una vez un Congreso local y había, también, un puñado de reporteros que aún cargaban consigo no solo grabadoras y libretas, sino también un puñado de dignidad.
Era un día cualquiera, una sesión más, un cierre de periodo legislativo de esos que se escriben con bostezos y se sellan con discursos huecos. El ambiente olía a lo de siempre en la Cámara de Diputados. Trámites, discursos prefabricados, lameculos, promesas sin retorno y pasillos donde el poder se disfraza de cordialidad.
Aquel día, entre los murmullos del recinto, uno de esos reporteros, un ex corresponsal de Radio 620 —sí, la emblemática Cadena Rasa de la capital— regresaba del pasado en una charla íntima, con la voz aún impregnada de frecuencia modulada y esa mirada de quien ha visto demasiadas cortinas de humo.
—Fue hace más de 15 años —dice mientras se enciende un cigarro, más por gesto que por vicio—. Estábamos cuatro reporteros. Entrevistamos a un diputado que ni nombre vale la pena dar. Había que cubrir el cierre del periodo, ¿ves? Nada del otro mundo.
La entrevista, recuerda, fue tan insípida como un café recalentado. El legislador, nuevo en la política, corto de luces, viejo en el desconocimiento, pero eso sí, un gran empresario, balbuceó clichés sobre reformas, sesiones, avances y pendientes. Se le enredaban las pitas. Todos asentían con el gesto ensayado de quien solo quiere terminar la jornada. Pero lo importante vino después. Cuando las grabadoras se apagaron. Cuando la verdad se volvió gestual.
—Sacó un billete de 200 pesos —dice el ex corresponsal, dejando escapar el humo como si aún le molestara en la garganta—. Así, con todo el rito, como si estuviera otorgando una beca Bienestar, de las de ahora. Lo puso sobre la mesa, frente a uno de nosotros. Y ahí… se encendió todo.
Aquel reportero –nada que ver con los que hacen ahora la crónica parlamentaria, hay niveles— el aludido por la limosna, saltó de la silla. La reacción fue inmediata, visceral, espontánea, como los grandes momentos del periodismo de trinchera.
—A mí no me ofendas, diputado. Mejor miéntame la madre.
La frase quedó flotando en el aire como un disparo en una sala de té.
El diputado, confundido, tal vez habituado a que las ofensas se compran por peso y no por ética, trató de corregir el tiro. Creyó que el problema era la cantidad. Que, si 200 eran poco insulto, quizá con más se lograría una mentada completa.
—Entonces —cuenta el ex corresponsal, entre serio y con risas amargas— el tipo suelta: pues vas a tener que venir más tarde para que te dé lo suficiente como para mentarte la madre.
Hubo risas. Sí. De esas que no brotan por humor, sino por el ridículo ajeno. Un diputado tratando de comprar respeto con la aritmética de los billetes. Un funcionario confundiendo dignidad con tarifas. Un idiota —con todas sus letras— creyendo que el periodismo se alquila como un Uber.
Tuvieron que explicarle, despacito, como a niño torpe, que lo que el reportero quiso decir no era que por más dinero se alcanzaba el insulto. Era que ningún dinero alcanza para comprar la integridad.
—El tipo se escondió después de eso. No volvió a dar entrevistas. Desapareció como desaparecen los cobardes. En silencio y sin disculpa.
No fue el único. Hace como dos décadas. No. Un cuarto de siglo. Otra diputada, de esas que ahora llamarían conservadoras, quiso repetir la escena. En vez de billetes de 200, sacó azules de 20 pesos, con la solemnidad de quien ofrece reliquias. Le respondieron que, si ese era el “cambio” del siglo que ofrecía su partido, era mejor que volvieran a las cavernas. Y sí que volvieron.
—A veces me preguntan si vale la pena seguir en esto —dice el ex corresponsal, mirando hacia ninguna parte—. Y yo digo que sí. Porque cada vez que uno de esos idiotas cree que puede comprar tu pluma, tu voz o tu verdad, y tú le dices que no, eso también es noticia. Y es de las buenas.
La conversación termina con una anécdota que no salió publicada. Una nota que quedó fuera por falta de espacio, pero no de importancia. Y es que a veces el mejor periodismo no se imprime, se cuenta entre colegas, con cerveza o café, en desayunos, con nostalgia y rabia, y con esa convicción íntima de que, mientras haya alguien que diga a mí no me ofendas, diputado, hay periodismo que vale.
Al final, el ex corresponsal se levanta, deja el vaso sobre la mesa como se dejan los micrófonos, con respeto. Y antes de despedirse, suelta la frase que todavía le hace eco:
—La dignidad no se paga con billetes. Se gana con palabras. Y se defiende con silencios que gritan.
A quien cree que todo se compra, alguien le enseñará, con firmeza, que el respeto no está en venta… y que hay insultos que duelen menos que una ofensa mal doblada en un billete.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx
