Los Portales de la Capital de Oaxaca que Ya No Son del Pueblo
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Por las venas del Zócalo fluía antes la historia como un río abierto. Hoy, ese cauce se ha entubado tras sillas de plástico, paredes de cristal, menús laminados y privilegios enquistados. Con excepción de uno, los portales de Oaxaca de Juárez ya no son del pueblo, son territorio perdido.
Y es que, el corazón de una ciudad no late en sus avenidas ni en sus monumentos. Late en sus portales. Esos corredores de sombra y eco, donde el tiempo se sienta a conversar con la gente, donde la historia se puede oler en los muros y la memoria tiene suelo firme bajo los pies. En Oaxaca de Juárez, ese corazón ya no late para todos.
En el Zócalo, los portales fueron alguna vez los párpados abiertos de la ciudad. Eran refugio contra la lluvia traicionera de la tarde y el sol inquisidor del mediodía. Eran escenario y telón al mismo tiempo, teatro natural donde la gente se miraba, se encontraba, se reconocía. Pero como ocurre en los cuentos que nadie quiso leer hasta el final, los portales fueron cediendo —primero tímidamente, luego sin resistencia— al cerco de las sillas, las sombrillas, los mozos uniformados y los intereses de unos cuantos.
Hoy, con excepción del Portal de Palacio de Gobierno, que aún resiste como un bastión último de la república del peatón, los otros —Benito Juárez, Flores Magón, Clavería— han sido entregados al mercado, privatizados a la vista de todos, decorados con manteles y precios inflados. Ya no se caminan, se sortean. Ya no son andenes, son salas de espera. El tránsito de los cuerpos ha sido sustituido por el de las cuentas.
En otros tiempos —no los mejores, pero sí más abiertos— los portales eran semilleros de rituales sociales. Los de arriba, paseaban con sus hijos enseñando civismo y vestidos; la clase media, en un arroyo invisible entre el pavimento y el deseo; y los pobres, como sombras dignas, encontraban en los portales un espacio para mirar la ciudad sin tener que pagarla. Era una coreografía cívica, un vals urbano. Las mujeres giraban en sentido de las manecillas del reloj; los hombres, en sentido contrario. Un juego ancestral de miradas y suspiros, de pasos medidos y encuentros furtivos. Todo eso se desvaneció bajo las patas de una mesa y la mordida de una cuenta.
Hay lugares que no deberían tener dueño. Los portales eran umbral entre el bullicio y el resguardo, territorio intermedio, grieta donde se colaba la humanidad de todos. Fueron también vitrinas comerciales, sí, pero abiertas. Transparentes. Con movimiento libre. No cajas de cristal disfrazadas de tradición. Hoy, el lujo de guarecerse es de quienes pueden consumir. Pero ni piensen hacerlo si sólo gustan un café.
La privatización del espacio público es una herida que no sangra, pero deja cicatriz. Se cubre con la excusa de la “reactivación económica”, se justifica con la falacia del “servicio turístico”. Y mientras tanto, la ciudad se va deshilachando en fragmentos donde cada uno solo cabe si paga. Las banquetas, igual que los portales, ya no pertenecen al transeúnte. Son terrenos ocupados. Militarizados por lo comercial.
A nadie se le permite observar la ciudad sin que se le exija un consumo.
El Portal de Clavería fue el primero en ceder. No fue una derrota rápida, fue lenta, como todas las pérdidas importantes. Allí donde antes estaba Mexicana de Aviación, la Ford y los escaparates de tela, se instalaron los signos de un poder más sutil, el de la influencia que convierte el bien común en privilegio personal. Y después, como en una pandemia de cemento y codicia, cayeron los otros.
Oaxaca, ciudad ceremonial, está siendo encerrada por sus propios templos laicos, los portales son ahora criptas de lo público, custodias de un recuerdo que sólo habita en los que aún saben mirar más allá del mantel.
Pero los portales no olvidan.
Dicen que, en las madrugadas húmedas, cuando los meseros aún no han llegado y las sillas están apiladas como centinelas dormidos, las sombras de los paseantes regresan. Se dice que un anciano de bastón de ébano cruza Clavería en sentido contrario a las manecillas del reloj, buscando una cara familiar. Que una niña corre por el Portal Benito Juárez, riendo bajo el gorro que su madre le ajustó con esmero. Que dos jóvenes se rozan las manos por accidente en el Portal Flores Magón y luego no saben qué hacer con ese escalofrío.
Y que, al final, todos se sientan en el único portal que aún les pertenece —el de Palacio— para recordar lo que fueron, lo que fuimos, lo que todavía podríamos ser si decidiéramos recuperar la ciudad.
Porque aún hay quien cree que los portales pueden volver a ser de todos. Solo hay que aprender a tocar la puerta. Y saber empujar.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx
