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El maíz en el corazón de la Costa de Oaxaca

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Son las cinco de la tarde y en los campos de San Pedro Pochutla, en la costa oaxaqueña, los elotes ya están listos para la olla.
El aroma a tierra mojada y hoja de milpa envuelve a cinco caminantes que, machete en mano y sonrisa franca, se detienen bajo la sombra de una ceiba para hervir su cosecha.
Uno de ellos, viejo conocedor del terreno ha cargado desde temprano la olla negra de peltre y los puñitos de sal que condimentarán este momento.


La montaña parece guardar un silencio cómplice mientras, a lo lejos, se oye el rebuznar de un burro y los cascos lentos de un caballo que baja la vereda.
No muy lejos, entre los arbustos, una vaca mestiza levanta la cabeza y observa con desconfianza. Es un paisaje vivo, rústico, que se resiste a morir.
Aquí, donde la lengua todavía canta con acento costeño y se siembran palabras como “chile”, “milpa” y “apendejarse” con la misma naturalidad con la que se siembran las semillas, el maíz es algo más que un cultivo, es un destino, un espejo, una raíz.
“Si se desapendejan o se atontan, van a acabar sembrando puros transgénicos”, dice entre risas uno de los hombres, mientras revienta un elote con los dedos. Pero tras la broma asoma la preocupación real, el maíz nativo está en riesgo.
El investigador y maestro del Instituto Nacional de Investigaciones Forestales, Agrícolas y Pecuarias (INIFAP), Víctor Serrano Altamirano, lo ha advertido sin rodeos.
“El cultivo de maíz en la Costa no escapa a las malas prácticas, como la roza, tumba y quema, que desgastan la tierra y condenan el futuro de la siembra”.
Para él, el maíz sin raíz cultural y ecológica está condenado a perderse en híbridos foráneos que no conversan con la tierra.
La región costera de Oaxaca, con sus laderas inclinadas y lluvias torrenciales, sufre cada año la pérdida de toneladas de suelo fértil. “Es común ver ríos de chocolate en temporada de lluvias, que arrastran al mar lo que debería alimentar a las familias”, asegura Serrano.
Desde lo alto de un cerro, los caminantes del reportaje miran el Río Grande. Allí, donde el agua aún es clara y fresca, se lavan los elotes cocidos, se enfrían los pies cansados y se refresca el alma. “Aquí, con esta tierra, crecí yo. Y también mi abuelo. Y antes que él, su tata”, dice un hombre moreno, curtido por el sol, mientras ofrece un elote tierno con una pizca de sal y chile de árbol.
Pero no todo es nostalgia. En medio de la adversidad, hay estrategias y soluciones posibles. El investigador Serrano ha propuesto una receta simple y poderosa, el uso de leguminosas como la Mucuna (pica-pica), que sembrada después del maíz, sin quemar los residuos, puede mejorar el rendimiento y conservar el suelo.
“En pruebas realizadas, el uso de Mucuna incrementó el rendimiento del grano en un 86%, redujo 33 veces la erosión y aumentó significativamente los niveles de nitrógeno, fósforo y potasio del suelo”, detalla el investigador.
Lo que está en juego no es solo el rendimiento, sino la memoria. Cada mazorca nativa guarda una historia que no está escrita en libros, sino en cantos, en fogones, en nombres como bolita, chaparro, negro, azul, olotón…
En Chacalapa, los híbridos ya comienzan a aparecer. “Dicen que rinden más, pero uno ya no sabe qué está comiendo. Ese maíz ni huele ni sabe a nada”, afirma una mujer mientras deshoja con cuidado sus elotes.
Las semillas, aquí, se heredan con el mismo rigor con el que se heredan las palabras.
La caminata continúa por veredas que parecen mapas vivos. Cada curva cuenta algo, un nopal que sobrevive en una piedra, una ceiba marcada con machetazos de generaciones, un burro que carga leña y melancolía. El campo no miente, y aunque a veces parece dormido, siempre está esperando que alguien lo escuche.
Quizá por eso la advertencia de Serrano resuena más fuerte entre estos caminos. “Si no se cambia el manejo de los suelos, si no se evita la quema y se cuidan las semillas nativas, en unos años este maíz ya no estará”. Y si el maíz desaparece, ¿qué quedará de nosotros?
La respuesta está, quizá, en la olla humeante, en los dedos manchados de ceniza y sal, en los acentos que resisten, en el eco de una lengua que no ha dejado de nombrar a la milpa como lo que siempre fue, sagrada.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx

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