GOBIERNOOAXACA

Ojalá que llueva café…

Tiempo de lectura aprox: 2 minutos, 52 segundos

En Oaxaca, cada taza de café es una declaración política. No es una bebida, es un manifiesto, cultivado bajo sombra, resistiendo al sol inclemente y al mercado voraz, el café oaxaqueño ha aprendido a sobrevivir como sus pueblos, como su lengua, como su memoria.

La tierra se ha hecho aliada del espíritu, y el grano es apenas la metáfora visible de una lucha que se libra en silencio desde hace más de 150 años.
El campo en Oaxaca no espera caridad. Reclama trato directo, exige precio justo. La convención más reciente no fue una pasarela de discursos, sino un acto de reivindicación. Allí, se dijeron las verdades. Cada grano representa no solo un ingreso, sino una herencia; que producir café no es una labor, sino una forma de existir con dignidad. Y Oaxaca, fiel a su estilo, no pidió permiso para decirlo.
Más de 85 mil familias siembran café en Oaxaca. No cultivan para las vitrinas del turismo, ni para los catálogos gourmet del norte. Lo hacen porque el café es la última frontera entre su tierra y el desarraigo. La economía cafetalera se ha vuelto el escudo contra el éxodo. Cada hectárea cultivada bajo sombra es un acto de permanencia. Cada lote exportado de especialidad, una carta firmada desde la raíz.
Oaxaca sabe que el café no se produce en fábricas. Por eso protege los árboles, los ciclos de lluvia, la lógica de la milpa que también alimenta el alma. Y en cada discusión pública sobre la producción, la tierra exige ser escuchada como sujeto. La soberanía agroalimentaria empieza cuando se respeta el conocimiento que no necesita diploma, pero que sabe cuándo es tiempo de poda y cuándo de cosecha.
Hay un viejo axioma que en Oaxaca y todo México se ha vuelto grito de combate “La tierra es de quien la trabaja.” Y si el grano es de altura, también debe serlo su precio. El sistema agroindustrial dominante lo ha olvidado. Oaxaca no.
La Convención del Café Oaxaqueño 2025 puso sobre la mesa una verdad incómoda y es que el café que se sirve en mesas de mármol tiene raíces en suelos humildes. Que, si hay justicia, debe empezar por transparentar la cadena de valor. Que el productor no puede seguir siendo el último eslabón de su propio trabajo.
El discurso ha cambiado. Ahora no se habla de asistencia, sino de redistribución. No de apoyo, sino de respeto. Porque el café no se regala, se negocia con dignidad.
En Oaxaca, cada planta de café lleva inscrito un relato. No hay finca sin historia, ni grano sin linaje. Por eso el café no solo se bebe, se honra. El cultivo se transmite como se hace con los cantos antiguos o los bordados que narran el mundo. Es parte de una identidad que no se vende al mejor postor, sino que se construye en comunidad.
La política pública que no reconoce esta dimensión está condenada al fracaso. Oaxaca ha comenzado a entenderlo. Las capacitaciones, los micro lotes de especialidad, las ferias que reúnen a productores y consumidores son más que estrategias económicas, son puentes culturales. Y el Estado, por fin, se coloca como garante, no como dueño, de esa cultura.
El café bajo sombra es una lección de sabiduría ancestral. Resistir al cambio climático no es una tecnología, es una práctica. Oaxaca no inventó esta técnica, la heredó. Lo que ahora hace es convertirla en modelo para un mundo que corre hacia su propia destrucción.
La política verde que emerge desde el café oaxaqueño no es una moda, es una urgencia. Sembrar árboles no es campaña, es supervivencia. Y cada plantación protegida es una trinchera ecológica desde la cual se libra la batalla por el planeta.
Oaxaca de Juárez fue el escenario. La ciudad abrió sus plazas al campo, en un gesto que pareció sencillo, pero fue profundamente significativo. Porque durante años se intentó separar lo urbano de lo rural, como si uno pudiera vivir sin el otro. Esta convención tejió otra narrativa, el café como punto de encuentro. La plaza como territorio común. El diálogo como método.
No se trató de vender café. Se trató de vender otra idea de país. Uno donde la justicia empiece en el sur, donde los pueblos no tengan que gritar para ser oídos. Uno donde se entienda que el desarrollo no se decreta, se cultiva, como se cultiva el café.
Oaxaca ha decidido que el café será símbolo de su nueva era. No solo por sus cifras —que colocan al estado entre los líderes nacionales en producción de cereza, pergamino y orgánico—, sino por su mensaje de que la economía también puede oler a tierra húmeda y saberse dulce.
En cada taza de café oaxaqueño hay una pregunta al futuro ¿qué clase de país queremos construir? Uno donde el campo muere en la orilla del mercado, o uno donde la justicia se tuesta a fuego lento, con respeto y memoria.
En la respuesta, Oaxaca no duda y se sirve caliente, se toma a besos, de a sorbos, como el mezcal, y se defiende con el corazón.
++++
Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *