CULTURAOAXACA

Cuento de la bahía, la Londoño y el desaguisado

Tiempo de lectura aprox: 3 minutos, 8 segundos

Misael Sánchez

Huatulco siempre olía a salitre y a traición. Lo supo desde que bajó del autobús en La Crucecita y vio a los turistas con sus pieles enrojecidas por el sol, bebiendo margaritas a precio de oro y posando junto a un par de mariachis sin alma. El destino tenía la elegancia de una postal, pero la podredumbre de un viejo burdel maquillado para la ocasión.
Esteban había llegado a la costa siguiendo la pista de un rumor. Le hablaron de playas cerradas, bahías privatizadas y un sector hotelero que operaba como un cartel sin armas, pero con abogados. Habitaciones de hasta 20 mil pesos por noche. Sabía que detrás de la arena blanca y los tragos con sombrillas, había una historia sucia de manglares rellenados, arrecifes mutilados y la flora local convertida en decorado artificial.
Fue entonces cuando conoció a Fidel Ordaz, un viejo lanchero que sabía de corrientes, de tormentas y de los caprichos del mar, pero también de las mañas de los hoteleros.
—Si el mar hablara, se cargaría a medio Huatulco, cabrón —le dijo, mientras con una estopa limpiaba su desvencijada lancha.
Fidel lo presentó con otros lancheros, todos con las manos curtidas por el salitre y la mirada cínica de quien ha visto pasar más gringos borrachos que barcos piratas. Decidieron recorrer las bahías para comprobar lo que ya sabían, que el mar se lo estaban repartiendo entre unos pocos.
La noche antes del recorrido, Fidel le prestó la embarcación Londoño, un cascarón rápido, con el motor trucado y sin papeles en regla.
—Tú no te preocupes. Si te paran, di que eres sobrino del almirante, o lo que se te ocurra, cabrón.
Esteban sabía que era mala idea, pero igual aceptó. Se lanzó con otros lancheros, recorriendo la Bahía de Tangolunda, donde las playas que antes eran de todos ahora tenían candados invisibles. Vieron guardias de seguridad plantados en la arena, con lentes oscuros y radios de corto alcance. Hombres de camisas blancas custodiando el acceso a la playa como si fuera la entrada a un club privado. Ayudantes con resorteras que hundían lanchas de fibra de vidrio.
En “Chachacual”, los hoteleros habían vallado un camino que llevaba al agua, argumentando que era “propiedad privada”. En Cacaluta, un acceso había desaparecido, tragado por las construcciones. Las playas mexicanas que debían ser libres estaban secuestradas por cadenas hoteleras extranjeras.
El problema llegó cuando, cerca de la Bahía de San Agustín, la Marina los interceptó. Un buque patrulla se acercó con la parsimonia de un depredador, con tres oficiales a bordo. Uno de ellos miraba con ojos de mercenario cansado.
—Detengan la embarcación. Revisaremos su documentación.
Esteban supo que estaba jodido. La Londoño no tenía ni un miserable registro legal. Intentó explicar que solo estaban reportando playas privatizadas, pero los marinos ya olían a pesca mayor.
—¿Usted qué hace aquí?
—Periodista.
—¿Con esa embarcación sin registro? A mí me suena a tráfico, señor.
El oficial le revisó la mochila y encontró el GPS, la cámara y un par de cuadernos con anotaciones sobre el impacto ambiental de la privatización.
—Ah, carajo. Ahora sí que se puso feo.
Lo llevaron a la base naval, le tomaron datos y le hicieron preguntas como si fuera un contrabandista. El capitán no le creyó ni una palabra. En su informe, anotó: “Sujeto con equipo de geolocalización en embarcación sin matrícula, presuntamente investigando terrenos costeros”.
Esteban se rió amargamente.
—¿Investigando terrenos? ¡Pero si soy periodista, cabrón!
El capitán lo miró con desgano. Había visto a demasiados ingenuos terminar encañonados como para creerle a uno solo por hablar bonito.
Dos días después, desde Oaxaca de Juárez, la capital, llegaron los abogados de una organización ecologista. Se habían enterado del arresto y decidieron utilizarlo como bandera mediática. De alguna manera hay que justificar los Lo presentaron como “el periodista represaliado por el poder empresarial”, aunque Esteban ni siquiera había alcanzado a escribir la nota.
En la conferencia de prensa, los ecologistas citaban cifras de impacto ambiental, hablaban de manglares y de corales moribundos. Al fondo, los representantes de los hoteleros fingían indignación.
—Esto es un montaje, señor. La Marina solo hizo su trabajo.
Los empresarios se lavaron las manos. Sacaron estudios de impacto ambiental aprobados por consultoras que habían comprado por cinco mil dólares y un favor político. Mostraron mapas y permisos firmados por burócratas a sueldo.
El caso creció como una marea sucia. Los noticieros lo cubrieron por unas horas, hasta que una balacera en Tamaulipas desplazó la noticia.
Un año después, Esteban volvió a Huatulco, pero todo había cambiado. La autopista Barranca Larga-Ventanilla ya estaba en construcción. Las máquinas devoraban los cerros como perros hambrientos, con los motores rugiendo y las llantas tragando barro. La carretera que conectaría Oaxaca con la costa avanzaba a dentelladas.
En la capital, los políticos hablaban del progreso y de la conectividad, mientras los pescadores veían cómo las bahías se llenaban de yates y las lanchas con doble motor fuera de borda desaparecían. Los lancheros con los que Esteban había recorrido la costa ahora eran guías turísticos, mostrando las mismas playas que les habían arrebatado.
Fidel Ordaz había vendido su lancha. Le dijo a Esteban, con la resignación de un viejo pirata:
—El mar ya no es nuestro, cabrón. Ahora es de los que llegan con la billetera gorda.
Esteban se encendió un cigarro, mirando la línea del horizonte, donde el agua todavía parecía libre, pero ya tenía dueño.
++++
Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *